La realidad es muy cruel y se empeña en destrozarnos las ficciones en
las que nos gusta instalarnos. Por ejemplo, cuando uno descubre que un
amigo de toda la vida o casi, que se tiene por un combatiente del
antisemitismo, te suelta no una crítica a las acciones de Israel
(siempre válidas), sino el clásico discurso de la artificialidad del
estado de Israel, su ilegalidad y su perversa naturaleza como estado de
los judíos. Y ahí te quedas, con cara de tonto, viendo cómo aquél que
proclama a los cuatro vientos las bondades y maravillas de la cultura
hebrea, tu compañero de músicas klezmer y sefardíes, de la belleza del
judeoespañol y crítico implacable de la expulsión de los judíos de
España en 1492, en realidad está convencido de que todo el mundo tiene
derecho a su
propio país menos tú (nosotros, los judíos). O que aceptaría que
existiese un país llamado Israel, pero no que sea judío, ni que los
judíos del mundo tengan derecho a ser ciudadanos del mismo ya que no han
nacido allí. Y que eso es lo que propicia el antisemitismo. Como quien
dice, un odio que empezó hace 65 años.
Y da igual que le cuentes la historia, que le recuerdes que fueron
las propias Naciones Unidas (mucho antes que aceptaran a España en su
seno) las que determinaron la creación de un “estado judío” junto a un
“estado árabe” (por entonces nadie usaba la palabra “palestino”, que se
refería únicamente a la ocupación extranjera por el Reino Unido), ni que
le rebatas una por una las falacias y mentiras de los que huyeron
instigados por los ejércitos árabes que querían arrasar a los judíos en
1948 y los compares con los que se quedaron y conforman casi un quinto
de la población del país (1,4 millones de árabes israelíes) con todos
sus derechos democráticos y algún que otro deber a los que no están
obligados (como servir en el
ejército). Nada vale ante la cita de cualquier difamador (mejor si es
israelí), ante la propaganda de los otros. Y eso que a quien conoce
personalmente es a ti y no al otro. Tu palabra no vale como la de los
demás, pero no te atrevas a insinuarle que su postura es discriminatoria
y que tiene un nombre. Eso se consideraría un insulto.
Y de repente te encuentras en el mismo punto que hace 68 años, cuando
se acaba la guerra y los pocos supervivientes judíos del mayor de los
horrores vuelven a sus propios hogares europeos y no sólo encuentran que
ya no existen o son otros quienes los ocupan, sino que sus compatriotas
(de las naciones que perdieron o ganaron la contienda, de las que
fueron sometidas, de las que quedaron a uno u otro lado del Telón de
Acero del comunismo: da igual) los miran con desconfianza porque son los
incómodos testigos de su propia bajeza e inacción ante la injusticia
con el vecino, como aquel luchador contra el antisemitismo al que se le
cae de la mano su baraja de prejuicios y estigmas y su careta de
empatía. La víctima es el culpable, el que provoca la violencia por
pretender no serlo.
Entre los judíos hay una frase que nos eriza la piel y nos pone en
estado de máxima alerta: “mis mejores amigos son judíos”. Desconozco por
qué los mayores judeófobos en todas las latitudes se ven impulsados a
pronunciar esa declaración. Seguramente tranquiliza sus conciencias
decir en voz alta esta frase, que es como afirmar: mi odio no es
gratuito, sé de lo que hablo, los propios judíos se han sincerado y me
han confesado todos esos pecados de los que venimos acusándoles a lo
largo de la historia: deicidios, crímenes rituales, conspiraciones y un
larguísimo etcétera (dos mil años dan para mucho). Por eso, en esta
ocasión, y con toda la ironía y el sarcasmo de las paradojas, pido sus
disculpas por titular así esta columna: “mis mejores amigos son
antisemitas”. Y es que a algunos acabo de descubrirlos (mejor, acaban de
mostrarse).
Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad; en el siguienteenlace la programación semanal del 1 al 7 de junio
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