A continuación reproducimos las palabras de nuestro presidente Isaac Querub en la inauguración del XXII Reunión del Comité Internacional de Enlace Judeo-Católico, el pasado domingo 13 de octubre:
Cardinal Koch, Chairman of the Holy See´s Commission,
Mrs Betty Ehrenberg, Chair of the International Jewish
Committee for Interreligious Consultations,
Cardenal
Rouco Varela, Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal de
España,
Presidente
de la Comunidad Judia de Madrid,
Embajadores,
Autoridades Religiosas, Directores, Señoras, Señores,
“En nuestro tiempo” -en expresión latina Nostra Aetate- fue el más breve de los
documentos del Concilio Vaticano II. Muy esperado por los representantes de las
distintas religiones, la Declaración Nostra
Aetate no pretendió recoger todas las dimensiones de la visión católica
sobre las religiones no cristianas ni sobre el judaísmo; su intención fue más
bien subrayar algunos aspectos comunes que invitaban a la mutua colaboración.
El texto de la Nostra
Aetate es actual, a pesar de que nos acercamos poco a poco a su cincuenta
aniversario. El tiempo transcurrido desde que fuera aprobada por los padres
conciliares en 1965 no lo ha envejecido. Es una concisa y honda declaración del
rico patrimonio espiritual que constituye las raíces comunes entre el judaísmo
y el cristianismo, imbuida de la afirmación fundamental de la Biblia sobre la
naturaleza del hombre, que manifiesta que ha sido hecho a imagen y semejanza de
Dios. Idea que implica no sólo el concepto de igualdad de los hombres como criaturas de Dios, y su corolario del
rechazo a la discriminación entre los hombres y entre los pueblos (como es toda
forma de antisemitismo), sino la
convicción humanística central de que todo
hombre lleva en sí mismo a toda la humanidad. Sobre la semejanza en su
creación con Dios, al hombre le correspondería adquirir y practicar las
principales cualidades que caracterizan a Dios: justicia y amor (rajamim en hebreo bíblico). Es en este
punto en el que radica la esencia compartida de ambas religiones, que confluyen
en la conclusión de la existencia de un Dios
padre de la creación y la sacralidad
de la vida humana.
Este núcleo común cimienta el solidísimo vínculo
entre judaísmo y cristianismo, al que la Declaración Nostra Aetate se refirió como “un vínculo por el que el pueblo del
Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la estirpe de Abraham”.
Evidenciando al mismo tiempo que la profunda fractura entre ambas religiones a lo largo de la historia, hasta el
punto de llegar a una mutua incomprensión, ha estado caracterizada muy a menudo
por una ignorancia mutua, y por ello, imponiendo el deber de una mejor
comprensión recíproca y de una renovada estima mutua.
Finalmente, Nostra
Aetate repudia oficialmente el error histórico del llamado deicidio: Nunca
más se acusara a los judíos de la muerte de Cristo.
Este espíritu de comprensión recíproca y renovada
estima lo hacemos nuestro las Comunidades Judías de España. Lo hemos hecho siempre
que hemos podido. Quiero recordar aquí, por su cercanía en el tiempo, nuestro
respaldo activo a las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede e Israel y la
Jornada Mundial de la Juventud, que implicó la presencia en España de Su Santidad Benedicto XVI en 2011. También nuestra frecuente colaboración en
iniciativas más cotidianas -junto con el Centro de Estudios Judeo-Cristianos-
como la participación en actos de culto en diversas Parroquias, o en actos
académicos impulsados por Universidades Católicas –como la de Ávila, o la de Murcia-,
por citar sólo algunos ejemplos.
Pero además, los judíos –desde Jerusalén a Madrid
pasando por Nueva York- nos rebelamos ante la persecución de las minorías cristianas
en Pakistán, Egipto, Irak, Nigeria o Sudán. En respuesta al silencio del mundo
ante ese oprobio son muchos los judíos del mundo entero que han alzado su voz –y
hoy lo hago yo también aquí- en defensa de los derechos de esas minorías
cristianas. Porque los judíos sabemos muy bien que el pecado del silencio es un delito de omisión ante los actos de opresión o asesinato. Y no
queremos ser indiferentes ante el sufrimiento de los cristianos ni de nadie.
Sabemos muy bien que la Iglesia ha tenido también gestos
de proximidad al mundo judío. No me corresponde a mí mencionar los hitos
pasados de esa relación judeo-cristiana. Pero sí quiero destacar la creación en
1972, por el entonces Arzobispo de Madrid Monseñor Tarancón, del Centro de
Estudios Judeo–Cristiano. Y los signos –enormemente representativos- de Sus
Santidades Juan Pablo II y Benedicto XVI, con sus declaraciones, y visitas a
las Sinagogas de Roma, Colonia y Nueva York o sus viajes al Estado de Israel y
oraciones en el Muro occidental de Jerusalén o Yad Vashem.
Son signos que se han producido en un pasado
reciente, y que apuntan hacia esa idea de una mejor comprensión recíproca y una
renovada estima mutua. Signos que hago votos para que continúen en el futuro
con mayor ímpetu, gracias al nuevo impulso del Papa Francisco.
Eminencias, Rabbí, Presidenta, Señoras, Señores,
Judaísmo y cristianismo, con plena conciencia de los
vínculos que las unen, quieren ser reconocidas y respetadas por su propia
identidad, fuera de todo sincretismo y de toda apropiación equívoca. No estoy,
por lo tanto, hablando de negar nuestra esencia, ni siquiera de caer en la
imprecisión, mucho menos en la mediocridad en materia doctrinal, que causarían
grave daño al diálogo judeo-cristiano.
Estoy hablando de sumar, a través de la concreción
de nuestra voluntad, dirigida al aprecio mutuo y enterrar definitivamente la
enseñanza del desprecio.
Nuestros
retos son comunes.
Nuestras convicciones son comunes. ¿Por qué nuestra acción no debería serlo?
Hagamos que nuestras acciones sean comunes. Esto es, trabajemos juntos.
Trabajemos
juntos destacando nuestro patrimonio espiritual común.
Eminencia, Cardenal Rouco Varela, nuestra Sinagoga está abierta. Nada nos
satisfaría más que vuestra presencia en nuestro lugar sagrado de oración, donde
se guarda la Torá, que es sagrada escritura para judíos y cristianos. Nuestro
templo se abre a su presencia, a su oración, y a sus palabras, para dirigirse a
judíos y cristianos desde ese púlpito. No reivindicamos la contabilidad de los
errores del Tribunal de la Santa Inquisición ni tan siquiera aquellos de la
Expulsión sino – parafraseando a SM el Rey Juan Carlos- proyectar y analizar el
pasado en función de nuestro futuro.
Trabajemos
juntos en cuestiones de patrimonio material, tan emblemáticas, tan visuales, tan permanentes. Cuestiones
que representaron en el pasado la intransigencia , el rechazo, el expolio, y
que de la misma manera deben representar hoy, el encuentro -o mejor- el
reencuentro. En este sentido, es especialmente emblemático, y responde al
simbolismo que mencionaba, el edificio de la Sinagoga conocida como Santa María la Blanca, que fue construido
por la iniciativa y con los medios de la aljama judía de Toledo y que, después
de dos siglos de culto judío, fue incautado por la Iglesia Católica, tras las
persecuciones y asesinatos de judíos en 1391. No obstante, nunca llegó a ser
Parroquia. Se encuentra desacralizada desde 1791, y
desde entonces su titularidad ha experimentado diversas vicisitudes jurídicas. El uso que se da actualmente al monumento es
insuficiente para la riqueza que alberga y no se conocen proyectos de futuro. ¿Qué
mayor acto de generosidad y reconciliación que la devolución de la Sinagoga
Mayor de Toledo al Pueblo judío y en particular a la Comunidad judia de España
como símbolo del reencuentro entre Cristianos y Judíos?
Trabajemos
juntos en materia educativa. La importancia de una
enseñanza precisa, objetiva y rigurosamente exacta acerca del judaísmo se
deduce también del peligro de un antisemitismo
siempre a punto de reaparecer bajo rostros diferentes. El siglo XX fue testigo
de una tragedia indecible que no puede ser jamás olvidada: la tentativa del
régimen nazi de exterminar al pueblo judío. Esto fue la Shoá. Un hecho que nos
atañe todavía hoy y que nos exige, como se señala en el documento “Nosotros
recordamos”, de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con
el Judaísmo, “una reflexión sobre el imperativo moral para hacer todo lo
posible para que el egoísmo y el odio nunca más puedan crecer hasta el punto de
diseminar sufrimientos y muerte”.
Sobre estas convicciones, las Comunidades Judías de
España se comprometen a la misión de promover el conocimiento y el respeto
mutuo, incluido el diálogo judeo-cristiano. Pero solos no podemos hacerlo. Es
necesario pues, impulsar un diálogo que parta del deseo mutuo de conocer más a
fondo las riquezas de la propia tradición, y que tenga como condición el
respeto al interlocutor tal como es y, sobre todo, el respeto a su fe, a su
identidad y a sus convicciones religiosas. En España, la Iglesia debería
ayudarnos a erradicar los prejuicios antijudíos del pasado desmintiendo
falacias o falsos mitos.
Juan
Pablo II visitó la sinagoga
romana en 1986, convirtiéndose en el primer Papa -después de San Pedro- que lo
hacía. Y Benedicto XVI, al día
siguiente de ser elegido Papa, manifestó el interés por el diálogo y la
colaboración “con los hijos y las hijas del pueblo judío”, dando con ello
continuidad a una línea de pensamiento en perfecta sintonía con su predecesor.
La presencia de Benedicto XVI en las sinagogas Colonia
(2005), Nueva York (2008), y Roma (2010), confirmaría su primera declaración.
Y es
ahora el Papa
Francisco quien sigue la estela dejada en materia de relaciones
judeo-cristianas por sus predecesores. De manera elocuente el Papa Francisco ha
exteriorizado su cercanía y amor al pueblo judío, por escrito –incluso antes de
ser nombrado Papa- y de palabra. Son muchas sus manifestaciones sobre el
diálogo judeo-cristiano, pero he querido recordar la que dirigió al Comité
Judío Interreligioso, copatrocinador de este encuentro junto con la Comisión
Pontificia, cuando fue recibido en audiencia por Su Santidad Francisco el
pasado mes de junio:
“A lo largo de
mi ministerio como arzobispo de Buenos Aires he tenido la alegría de mantener
relaciones de sincera amistad con algunos exponentes del mundo judío. A menudo
hemos conversado acerca de nuestra respectiva identidad religiosa, la imagen
del hombre contenida en las Escrituras, las modalidades para mantener vivo el
sentido de Dios en un mundo en muchos aspectos secularizado. Me he confrontado
con ellos en varias ocasiones sobre los desafíos comunes que aguardan a judíos
y cristianos. Pero sobre todo, como amigos, hemos saboreado el uno la presencia
del otro, nos hemos enriquecido recíprocamente en el encuentro y en el diálogo,
con una actitud de acogida mutua, y ello nos ha ayudado a crecer como hombres y
como creyentes”.
Estas palabras del Papa Francisco recogen el mismo
espíritu de las que dirigió Juan Pablo II al Rabino Jefe de Roma con motivo de
su visita a la Sinagoga, recordando el Salmo que compuso el Rey David: Hinné má tov umá naím / shévet ajim gam
yajad! (¡ qué dulzura y qué delicia es ver convivir a los hermanos
unidos!).
Muchas gracias.