Carta al director del Presidente de la Federación de Comunidades Judías de España publicada en el diario ABC el pasado 29 de junio de 2010.
Éramos unos pocos, apenas ciento cincuenta personas. Nos agrupamos el domingo 27 de junio en Madrid, a las doce de la mañana, en torno al monumento a la Constitución, al monumento a nuestras libertades, porque no tenemos en nuestra ciudad un monumento a los Derechos Humanos.
La convocatoria fue oscura, es decir no había detrás ninguna organización, ni judía ni cristiana, y, por supuesto, de ninguna otra idea religiosa. Tampoco ninguna organización política se arrogó la paternidad. Incluso dos organizaciones, la una destinada a promover la concordia en el Oriente Medio y la otra a establecer lazos entre España e Israel, hicieron saber que no estaban entre las organizaciones convocantes y que la “manifestación” no tenía permiso gubernamental.
Fue una “quedada”, una convocatoria libre establecida entre internautas. Pedía la libertad de Gilad Shalit, un joven israelí – podía ser de Burgos o de Cherburgo – que llevaba cuatro años en cautiverio por un movimiento terrorista denominado Hamás – podía ser ETA o el movimiento terrorista chechenio – que dice defender los derechos humanos de los palestinos, pero que en realidad defiende el derecho a matar al otro, que para él es siempre un enemigo a abatir.
Los que estábamos allí no íbamos contra nadie. Ni siquiera contra los que le tienen retenido, sin que en los cuatro años transcurridos haya podido ser visitado por la Cruz Roja o por ninguna organización caritativa. Los islamistas, que dicen que Islam viene de salam (paz), no dejan que nadie pueda dar testimonio de cómo está, vivo o muerto. Las organizaciones internacionales, los Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia, las Naciones Unidas, los principales gallos del gallinero internacional, no han podido hacer nada por él. Sigue, si sigue vivo, aislado, sin que sus padres o familias sepan nada de él.
Éramos unos pocos. Pedíamos la libertad de Gilad Shalit, un joven que no ha cometido ningún delito. Pedíamos que le liberaran, que pudiera estar con su familia, que pudiera volver con los suyos. Con nosotros no estaba ninguna autoridad civil o política, ninguna personalidad pública. Ningún fotógrafo de prensa. Pero no estábamos solos. Con nosotros estaba la razón y la humanidad, la igualdad y la fraternidad, todo con minúsculas, porque en este tiempo oscuro – donde la propaganda ha sustituido a las ideas – las palabras con mayúscula han dejado de tener sentido.