En la Edad Media se desarrolló dentro del Islam una secta chiita a la que sus detractores llamaron hashashim, bebedores de la droga hashísh que les animaba a cometer los actos criminales más abyectos. De ahí (assasin)
en muchos idiomas, incluido el nuestro, se deriva la palabra asesino.
Desgraciadamente, el relato de superación que suele ser la historia del
mundo en este caso nos lleva a un nivel más elevado, pero de bajeza
humana.
Cuentan los policías españoles que persiguen a los yihadistas que
reclutan “mártires” para su guerra santa en Siria y otros destinos del
“turismo fundamentalista”, que los nuevos cachorros del terror no nacen
en el seno de las milicias u otras organizaciones clandestinas, sino en
los cibercafés del mundo occidental. Allí, mientras usted y yo
consultamos la Wikipedia, descubrimos amistades en el Facebook o
simplemente respondemos al correo electrónico, los nuevos asesinos
aprenden su misión en este mundo viendo vídeos que les incitan a odiar
aún más y a canalizar esos sentimientos hacia la violencia más cruel e
indiscriminada. Cuentan esos policías que, en las redadas en aquellos
locales de “ocio islamista”, los detenidos aún tienen húmedos los ojos
de
la emoción de ver despedazarse a sus “hermanos” en pos de los objetivos
más santos y recompensados que les prometen en su particular paraíso.
Son los i-sesinos, los hashashim de la era de
Internet, que igual que muestran su experiencia para navegar en la Red
sin dejar huellas, ignoran y desprecian los fundamentos básicos de la
ciencia moderna en que se basa su propio conocimiento. El objetivo ni
siquiera es fabricar armas mejores para sus planes, sino simplemente
llevarse por delante a cuanta más gente mejor. No importa su implicación
o grado de culpabilidad: su sentencia está firmada por una instancia
superior e inapelable. Que esté o no escrito en el Corán es lo de menos:
la única voz que oyen es la del off de los vídeos de los
“gloriosos” atentados en Irak, Afganistán, Pakistán, Israel, Siria,
Yemen, Londres, Buenos Aires, Madrid... (¿sigo?).
¿Cómo se acabó con los hashashim? Pues la verdad es que
siguieron actuando hasta que otros asesinos más potentes y lúcidos se
cruzaron en su camino. ¿Y nuestros i-sesinos contemporáneos? La
sensación es que están en pleno auge, hasta el punto que las voces que
los señalan en sus propias sociedades brillan por su ausencia, por su
debilidad (muchos de estos mismos i-sesinos empiezan hostigando
a los imames menos radicales) y por la falta de fatuas
(pronunciamientos legales islámicos) contundentes que condenen sin
medias tintas a su infierno a los responsables de la muerte de
inocentes.
¿Hay algo que podemos hacer? Lo que es seguro es que cruzándonos de
brazos y diciendo “¡qué barbaridad!” no van a desaparecer, no sin
llevarse consigo a algunos de nosotros. Estamos inmersos en una guerra
entre la cultura de la vida y la de la muerte, y nos urge reconocerlo y
no dejarnos confundir por supuestas reivindicaciones y justificaciones
que publican en los “vídeos de despedida”, ese nuevo género
cinematográfico del sinsentido. Se ha dicho y hay que repetirlo hasta
que entendamos la sencillez del mensaje: el único objetivo del terror es
el terror.
Shavua Tov
Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad
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