En algún capítulo de la popular serie televisiva de animación “Los
Simpson”, el travieso y poco amante del estudio Bart consigue un
“suficiente” en un examen, por lo que es efusivamente felicitado por sus
padres. A su hermana, la muy aplicada Lisa, a pesar de obtener un
“sobresaliente”, nadie la felicita ni tan siquiera presta atención,
siendo su logro más destacado. Las razones para la entrega de los
Premios Nóbel de la Paz guardan una peligrosa semejanza con dicha
injusticia.
Por ejemplo, el último de ellos fue otorgado no a un individuo u
organización que milite por la paz en el mundo (o, al menos, entre una
pequeña parte de éste), sino a un organismo técnico encargado de
verificar el cumplimiento de unos acuerdos y, ocasionalmente, de
desmantelar un arsenal químico. No es, como decimos, una ONG que
presiona a los gobiernos y ejércitos a desprenderse de este armamento de
destrucción masiva e indiscriminada, sino un organismo con funcionarios
encargados de cumplir una misión, como también lo son los que
controlan el desarrollo de armas atómicas (y que desde hace un decenio
no consiguen que Irán les abra sus instalaciones para una verdadera
inspección) o, si me apuran, un inspector de Hacienda que, por muy
encomiable y desagradecida que sea su profesión,
se limita a cumplir unas órdenes decretadas por otros. No se ha premiado
al hacedor de la paz, sino a quien lo verifica, seguramente por lo
engorroso que sería determinar quién se lleva las medallas del desarme
químico en Siria.
Muchos apostaban para el premio por Malala Yousafzai, la joven
pakistaní que sufrió en sus carnes el desprecio de los talibanes por las
mujeres y la educación. Ella era la “Lisa Simpson” de esta historia, la
valedora del “sobresaliente” en conducta y aspiraciones de paz. Pero
había un inconveniente: sus “enemigos”, los “malos de la película” son
musulmanes. Y su fanatismo, desgraciadamente, no está tan alejado de la
corriente principal que anima hoy a gran parte de los pueblos que
practican esta creencia, al menos en lo que respecta al trato a las
mujeres. Significativamente, ningún medio de habla hispana comentó las
presiones del “petrodolarizado” lobby árabe (pero, ¿cómo?, ¿no eran los
judíos los que tenían “el”
todopoderoso lobby?). Una vez más, la opinión pública fue inducida (como
si fuéramos los padres de los Simpson) a dejarse encandilar por una
labor retribuida y con todas las garantías laborables posibles, frente a
la simple voluntad inquebrantable de superación de una joven que paga
con su propia salud por sus ideales y pensamientos.
No es la primera vez que nos la cuelan. En el 2012 el premio fue a la
Unión Europea por su defensa, entre otros, de los derechos humanos,
justo cuando los países de mayor tradición democrática del continente
expulsan a los gitanos y rechazan ayudar a los náufragos de las pateras.
Y todos recordaremos el premio “por adelantado” en 2009 a un recién
nombrado presidente Obama, por sus suaves y animosas palabras
pronunciadas, por ejemplo, en la Universidad de El Cairo y que
encendieron la llama de una Primavera Árabe que nadie sabe cómo apagar
ni ponerle cortafuegos contra la barbarie y el caos.
La crisis que nos afecta no sólo es económica, es de valores, como lo
demuestra una sociedad que premia a quien cumple con un trabajo
encomendado y deja de lado a quienes pretenden mejorar el mundo. Algo
que nosotros (sin grandes premios más que el de nuestra propia
conciencia) desde hace muchos siglos llamamos Tikún Olam.
Shabat Shalom
Jorge Rozemblum es director de Radio Sefarad
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La Universidad de Barcelona alberga Jornadas anti Israel
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