16 mar 2015

Perdono, pero no olvido, ¿tiene sentido?, por Verónica Nehama






No quisiera dogmatizar sobre un tema que se presta a la controversia desde todos los puntos de vista: histórico, filosófico, cultural, y sobre todo religioso. Desearía relatar algunas vivencias que me llevaron a reflexionar sobre el perdón, la memoria y la justicia, para confrontar puntos de vista desde una plataforma de respeto y honestidad. 

Todos pensamos que nuestras argumentaciones se basan en parámetros racionales y objetivos, pero, habitualmente, se sustentan en experiencias y creencias personales. Nuestras ideas son casi siempre subjetivas aunque las creamos objetivas y tratemos de darles categoría de verdades universales. He de confesar que ni siquiera he llegado a una conclusión, pues cada nueva lectura, aporta ideas y opiniones que hacen tambalearse mis presuntas convicciones.

Mi reflexión sobre el perdón se inicia hace 6 años, cuando una anciana tía me revela la historia escondida de mi familia, y comprendo que su increíble epopeya, y el monolítico silencio protector de mis padres merecen un epílogo digno.
Decido entonces escribir un libro para garantizar al menos la supervivencia espiritual de aquellos que nos permitieron vivir con la serenidad exenta del odio legítimo- insisto en lo de legítimo- que les roía el corazón. Aplicaron preceptos religiosos y principios elementales de sicología, “adelgazando” sus rencores, para permitirnos crecer en paz. Así nace las “Turquesas Mágicas”, un homenaje a su memoria y un testimonio para mis descendientes, que de otro modo nunca conocerían sus raíces.
¡Descubrí atónita que hombres, mujeres y niños expiaron culpas que no cometieron! ¡Mi bisabuela tenía justo la edad que yo acababa de cumplir cuando fue gaseada en Auschwitz! Desposeídos de sus bienes, torturados con saña, millones de seres humanos fueron deportados y asesinados en los campos de la muerte, solamente porque eran judíos. No fueron los únicos, otros muchos recibieron un maltrato semejante por su raza como los gitanos (no había suficientes negros para percibirlos como amenaza), por sus ideas políticas (los disidentes), por su cristianismo (curas y monjas), o simplemente a causa de una deformidad física o mental. El 27 de enero el mundo conmemoró el 70 aniversario de la liberación del infierno de Auschwitz.

Fue un genocidio industrial cometido por iluminados que pertenecían a la nación más civilizada del globo, lo cual demuestra que la cultura, y sobre todo la técnica, no han mejorado la condición humana. Los nazis pregonaban la hegemonía de la raza aria, y la eliminación de los seres inferiores del “Reich de los mil años”, ideado por un personajillo enclenque e histriónico, mucho más parecido a quienes denostaba, que a los rubios atléticos a los que tanto admiraba. En cambio, la mayoría de los judíos se distinguían tan poco de sus compatriotas, que fue necesario imponerles un estigma externo, la infamante estrella amarilla.

Cuando era pequeña, en mi Egipto natal y conscientemente olvidado, las pocas alusiones a la Guerra y el Holocausto – que los judíos denominan “Shoá”, es decir desastre- se hacían entre susurros. Casi toda mi familia paterna- 47 personas- había perecido en Auschwitz, pero la consigna del silencio nos mantenía, a mis hermanos y a mí, en una bendita inopia. Crecíamos felices, arropados por el amor de quienes habían renunciado voluntariamente a la liberadora catarsis de la confesión, para preservar a los que llevaban en sus genes la esencia de los muertos. Los supervivientes sabían que la esperanza no debe contaminarse con el odio, que encerraron para siempre en el santuario de su corazón.

Fingieron olvidar.


Un pasaje del Éxodo afirma que los comportamientos de los padres afectan a los descendientes hasta la tercera generación. Nuestros progenitores sabían que resistir las embestidas de la intolerancia demanda raíces sólidamente encastradas en un denso sustrato de memoria, pero construir la identidad exige alas para trascender el contexto. Sacrificaron el pasado para garantizar el futuro y se negaron a lastrarnos con sus justos resentimientos. Enterraron sus dolores en la tumba del falso olvido, pero la historia, tenaz como un río subterráneo, emergió para purificar los recuerdos. Con el conocimiento de los hechos, comenzaron las especulaciones y los problemas de conciencia.

Los juicios de Nuremberg apenas castigaron a unos centenares de verdugos. Numerosos filósofos, sicólogos y escritores intentaron hallar una explicación a la barbarie y aparecieron relatos espeluznantes, que dividieron a la opinión pública. Una parte del mundo exigía reparaciones y castigos en nombre de la Justicia. Otra, sin embargo abogaba por el Perdón, pues sostenía que la grandeza consiste en “perdonar lo imperdonable”, porque redime al victimario y a la víctima.
Tanto en el Judaísmo como en el Cristianismo, Dios, con su Misericordia, tiene la potestad de perdonar. Pero, ejercitar ese perdón PURO (ejercido por Jesucristo en la cruz) demanda renunciar no solo a la venganza, sino también a la Justicia, un concepto más arraigado en nuestro acervo cultural que la indulgencia y la compasión.

Ortega afirma: “Las creencias, están más arraigadas en nuestro espíritu que las ideas”. Es evidente que los saberes absorbidos con la leche materna conforman la trama y urdimbre de nuestro tejido vital, y que Las enseñanzas de nuestra infancia son el fundamento de nuestra personalidad.
Nuestros padres nos enseñaron que es necesario merecer y ganar los derechos, pues reclamarlos como débito condena a la dependencia, y otorga poder a quienes los conceden.
Nos educaron en la Tsedaká – precepto bíblico que ordena dar a los pobres el diezmo, que es justicia y no solo caridad – instándonos a entregar lo suficiente para permitir al necesitado ejercer a su vez el poder dignificante de la dádiva.
Nos ilustraron sobre la valentía de ser diferentes sin esperar la generosidad de los demás para aceptar esa diferencia. La transgresión de la primera norma –asumirnos como diferentes- nos conducía a la asimilación; pero el incumplimiento por parte de nuestros semejantes de la segunda- no aceptarnos como tales- originaba el odio.

Esperaban que su cariño nos preservara más allá de su muerte, y nos protegieron contra su propio dolor, para permitirnos encajar en las culturas locales.

Pero sabían que los hombres son a menudo malvados y egoístas. Los personajes bíblicos, paradigma de la esencia humana, ya mostraban la crudeza del odio, corolario de la codicia y la envidia. Abel o José, víctimas de sus hermanos, evidencian la falta de empatía entre congéneres, que condena al hombre, eterno Sísifo, a arrastrar para siempre la carga de sus culpas.

Cuando descubrimos la verdad, comenzamos a preguntar, pero apenas quedaban testigos, y la mansedumbre se convirtió en rabia, forzando la memoria a reclamar sus derechos. Debíamos recordar, pues el olvido entierra la injuria e inutiliza el perdón. ¡No es necesario perdonar si hemos olvidado!

Nos enfrentamos entonces a un nuevo dilema ¿Era posible–y sobre todo ¿era lícito?- perdonar en nombre de los asesinados, a quienes no habían mostrado siquiera arrepentimiento?

En el judaísmo se contemplan dos tipos de pecados. Los cometidos contra Dios, y los que se cometen contra los hombres, que deben otorgar su perdón. Pero, No se puede perdonar en nombre de otro, lo cual convierte el asesinato en IMPERDONABLE. De hecho, al comenzar, el Año Nuevo judío, es necesario arrepentirse y disculparse con todas las personas a quien se haya podido ofender. Al cabo de diez días, un ayuno de 26 horas, culmina la limpieza del alma pidiendo entonces perdón a Dios.
Entendimos que nuestro deber era rescatar y transmitir el sufrimiento de los que habían muerto para que pudiéramos vivir, y nos propusimos recordar la Historia para evitar su repetición. El perdón era entonces solamente una prerrogativa individual y libre, que cada uno podía ejercer – o no- cuando conociera los hechos.

Definición del perdón
El uso reiterado y anodino del vocablo “PERDÓN” lo ha trivializado y convertido en un símbolo vaciado de contenido, despojándolo de su significado primigenio de compasión frente al remordimiento y la expiación.

“-Perdona -Lo siento, ” expresiones frecuentes, exentas de significado ético, religioso o filosófico, y las respuestas automáticas “no pasa nada, está olvidado”, se desmarcan del acto LIBRE, volitivo y contingente (no preceptivo ni obligatorio) de perdonar.

Para conseguir el necesario sosiego del alma, la generación que sobrevivió a la Shoá forjó un nuevo axioma, “FINJO OLVIDAR porque NO PUEDO PERDONAR”. El recuerdo enterrado de los horrores no admitía olvido real e imposibilitaba un perdón inmerecido. No habría expiación de los culpables, ni honras fúnebres para los muertos. Angustiados, incapaces de conceder ese perdón que no les competía, nuestros mayores decidieron liberar al menos a sus descendientes del odio, con el fin de vislumbrar una posible redención. Con ello, obviaron la herencia de las culpas, pero no pudieron impedir la transmisión de los ultrajes. Los asesinos nos habían privado de abuelos, padres, tíos, primos… e impidieron a millones de seres humanos nacer. Si es cierto que Quien SALVA a un ser humano, salva su descendencia, quien LO MATA, LA ASESINA.

Los supervivientes y sus herederos tendrían que enfrentarse a la disyuntiva de exigir el pago de la deuda o perdonar.

Rasgado el velo de la inocencia, los descendientes descubrieron que el largo paréntesis temporal había disminuido la virulencia de los sentimientos, restando vigencia a las culpas. El tiempo es un bálsamo que cura heridas, aunque las cicatrices permanecen. No podían perdonar a quienes los habían privado de cimientos familiares, pero tampoco se sentían legitimados para infligir a inocentes el castigo que merecían sus criminales antecesores. Hacer el bien y amar se circunscriben al ámbito limitado de familiares y amigos, mientras el odio o la indiferencia permiten al mal extenderse con eficacia y rapidez. Expresiones como “odio a los negros porque son vagos, a los gitanos porque roban, o a los moros porque son taimados”…son frecuentes. Pero ¿podemos odiarlos a todos? La inmensa mayoría no lo merece, pero el mal está hecho, “calumnia que algo queda”. ¡La maledicencia es un pecado capital!.

El tiempo es un sendero unidireccional que no admite retroceso. Las hambrunas, epidemias y guerras han azotado durante milenios a la humanidad, y sin embargo, el civilizado siglo XX pasará a la historia como el Siglo Maldito, no solo por sus 90 millones de muertos sino por la saña y la voluntad de asesinar en nombre de tres “ismos” siniestros: el Nazismo, el Fascismo y el Estalinismo…a los que añadimos hoy, el Yihadismo.

Si era difícil castigar a los criminales directos, era imposible sancionar a los indiferentes que permitieron al mal enseñorearse de un continente. El mundo se debatía entre la necesidad moral de imponer un castigo ejemplar a los verdugos, y la generosidad del perdón que posibilitaría la recuperación de la fe en la humanidad, esperando contra toda esperanza que la barbarie no se repetiría. Si el pretérito era el tiempo del recuerdo, el condicional ansiaba ser el de la confianza en los seres humanos, si se mostraban generosos.

Muchos pensadores han intentado comprender los genocidios, y Jankelevitch concluyó:”Cuando un crimen no puede ser justificado ni comprendido, y su atrocidad no tiene atenuantes, o bien se abandona la esperanza de regeneración o solo se puede perdonar”.

Pero los hombres no están dispuestos a perdonar si no hay arrepentimiento y expiación, pues saben que a menudo se confunde el lenguaje y los gestos conciliadores con debilidad, como nos recuerda un aforismo latino “si quieres paz, prepara la guerra”. El fuerte debe dejar claro que si perdona es por magnanimidad y no por impotencia o miedo.

Los supervivientes y descendientes de los desaparecidos, se aferraron al recuerdo, única compensación que podían ofrecer a los mártires. Esa memoria era la marca de Caín en la frente de los verdugos, pero no implicaba la concesión del perdón. Las indemnizaciones económicas ofrecidas- nunca devolverían a los muertos, y muchos las rechazaron, pues aceptarlas parecía otorgar un inmerecido indulto. Los crímenes del siglo XX debían dirimirse entre los descendientes de los verdugos y los supervivientes de las víctimas, que no podían perdonar el mal ajeno y no expiado.

La idea de perdón ha evolucionado a lo largo de los siglos adaptándose a las corrientes culturales y religiosas. Occidente es hijo de dos memorias, la griega, equitativa y racional, y la judeo-cristiana normativa y emocional.

El concepto de perdón en la moral griega era casi inexistente, y Platón recomendaba “Haz el bien a tus amigos, y el mal a tus enemigos”. El honor era irrenunciable y las faltas se castigaban en función de sus efectos, soslayando la intencionalidad y por tanto la responsabilidad. (Se castigaba a animales!) La divinidad ofendida exigía reparación, desatando catástrofes. El ejército griego no puede zarpar hacia Troya por vientos desfavorables, y Agamenón debe sacrificar a su hija Ifigenia para compensar el secuestro de Criseis, hija del sacerdote de Apolo. ”Hija por hija”

La Biblia, compendio de preceptos de la primera religión monoteísta, comienza con transgresiones propias de la progenie humana: una desobediencia y un fratricidio, que reciben su correspondiente castigo. Adán y Eva son expulsados del paraíso y Dios maldice a Caín, pero lo deja vivir. Al sufrimiento sucede un perdón FUNDACIONAL que permite salvar a la descendencia inocente. El Dios judío es en definitiva un Padre, que ofrece un amplio código de 613 REGLAS, mitzvots- o buenas acciones- para regular los aspectos de la vida, pero sanciona las faltas, porque el castigo es formativo. Hashem educa al hombre, porque conoce su esencia y le ha otorgado libre albedrío. Otros pueblos con dioses más permisivos, han desparecido como consecuencia de la relativización de las normas morales.

Las sociedades occidentales han rebajado de manera inquietante el umbral de tolerancia, y asistimos a constantes violaciones del derecho, con la connivencia y participación de los gobernantes, a quien solo preocupa la pérdida de votos y la ilusoria paz social. !Y no estamos dispuestos a perdonarlos! Las víctimas son nuevamente victimizadas por ese afán de minimizar o esconder los hechos, para borrar el crimen. Tal vez esto explique el auge de ideologías totalitarias y represivas que establecen normas coercitivas y castigos primitivos. Todos necesitamos contención y guías, pero sin los candiles de la razón se cae en las tinieblas del fanatismo.

El código de Hamurabí, las Leyes griegas y romanas y la Biblia, convierten el mal en conmutativo en un intento de proporcionalidad: “Ojo por ojo…”. Antiguamente, la venganza era un deber moral y social cuya omisión condenaba a la pérdida del honor. Lejos de considerarse una manifestación cruel y sanguinaria, se llevaba a cabo sin intermediarios ni equilibrio, hasta la implantación de la ley del Talión. La espiral de violencia que provocaban las represalias personales, acabó sucumbiendo a la racionalidad, cuando la ejecución se confió a una autoridad religiosa o civil. Los códigos actuales buscan ser punitivos en vez de vengativos, y el símbolo de la justicia es la balanza. Cumplida la pena, el reo - haya o no arrepentimiento- alcanza el indulto social, aunque no consiga el perdón del agraviado. El reconocimiento universal del sistema es su mejor garantía de eficacia.

Si bien la ley judía propugna la justicia, lleva en su ideología el germen del amor. El sabio Hillel resume la Torah en una frase “No hagas al prójimo lo que no quieres que te haga”. Esta frase será recogida en la doctrina cristiana como “Ama tu prójimo como a ti mismo”, y por primera vez se pide perdonar sin ambages.

Filósofos como Nietzsche consideran la concesión del perdón como una estrategia de los débiles, que no pudiendo acceder a la venganza la delegan en un ser Todopoderoso que la tomará en su nombre. No renuncian a la justicia, ya que la esperanza del paraíso o del infierno simplemente pospone, más allá de la vida, la consecución del premio o castigo. Se deja en manos más capaces la reparación del agravio.

El perdón, ausente del legado antiguo, era patrimonio de los fuertes que se permitían la magnanimidad. Antaño, los débiles solo podían resignarse y maldecir.
La moral cristiana viene a resarcirlos otorgándoles la potestad de delegar en el Ser más Poderoso del universo la venganza que no pueden proporcionarse. “No juzgues y no serás juzgado. Perdona, porque la justicia es Mía”. Dios libera al hombre de la carga de tomar la justicia por su mano, y se convierte en el garante de un cambio de valores que exige perdonar Todo a Todos.

Los pueblos son hijos de sus códigos religiosos y culturales, que han ido adaptando a los tiempos históricos, los espacios geográficos y las circunstancias socio-económicas. Algunas culturas han evolucionado mientras otras se anclan en conceptos fosilizados o dogmáticos, obviando que los textos sagrados son alegorías concebidas en los albores de la civilización.

(Curiosamente, la ley del Talión, en apariencia tan vengativa, no ha producido un pueblo guerrero y los judíos han soportado con resignación a lo largo de la historia las persecuciones y matanzas. El mundo, acostumbrado a esa docilidad, critica hoy la fuerza defensiva empleada por el estado de Israel, que evidentemente prefiere los reproches a las honras fúnebres. No falta quien atribuye las inmediatas represalias al código taliónico, enraizado en el acervo religioso y cultural del pueblo hebreo. Sin embargo, ni las personas ni los estados aceptan afrentas o injurias gratuitas.)

Nadie perdona “de verdad y sin fisuras”, y si no se ejercita la venganza directa, se recurre a la justicia secular, que curiosamente es siempre Taliónica en su esencia, aunque ya no imponga con rigor el “ojo por ojo”, sino una lista de equivalencias.

Hoy los predicados morales aplican atenuantes si no existe intención de dolo, y se ha erradicado la ontología de la deuda, pues las faltas de los padres ya no recaen en los hijos. Sin embargo, cualquier decisión debe ceñirse a una norma consensuada religiosa y civilmente: “Cada pecado debe recibir un castigo adecuado”.

¿Pero qué ocurre cuando un crimen sobrepasa la imaginación, y sus consecuencias perduran eternamente? Es imposible juzgarlo y quimérico perdonar, pues como afirma Hannah Arendt “No se puede perdonar lo que no se puede castigar ni castigar lo que no se puede perdonar”.

Nuestros ancestros cargaban los pecados sobre un carnero que abandonaban en el desierto. Los genocidas que asesinan en nombre de una alteridad racial, religiosa o política, siguen utilizando chivos expiatorios culpándolos de males imaginarios, para desviar la atención de sus propias transgresiones. Bajo el pretexto de erradicar la raíz del mal, asesinan impunemente, fundamentando sus acciones en preceptos religiosos, desvirtuando el sentido de unas doctrinas, que en su origen solo aspiraban a canalizar los instintos naturales y elevar el espíritu hasta la divinidad ejemplarizante.

Los mandatos religiosos y morales, que han contribuido a civilizar al hombre han permitido consensuar una Carta Magna de derechos Fundamentales, compendiados en Los DERECHOS HUMANOS. Publicados en 1948, son los nuevos mandamientos que rigen la convivencia entre los hombres, independientemente de su credo. Su base es la Dignidad Humana, sin entrar en consideraciones de orden religioso, político, de género o raza- circunstancias debidas al azar, que deben ser respetadas.

(Derechos Civiles o Políticos - A la Vida, integridad física y espiritual, igualdad, libertad, y honor, Trabajo, Vivienda, Sanidad, Educación, Protección a la familia y el medio ambiente…)
Por desgracia, todos los estados NO HAN ADHERIDO a esta declaración.

Es importante no crear una falsa dicotomía entre justicia y perdón, pues el perdón espiritual no contraviene la aplicación de una justicia punitiva, y la misericordia divina no exime del castigo terrenal.

Si la venganza parece antisocial y amoral, la justa reparación calma la indignación y el dolor del agraviado. Todos clamamos JUSTICIA, pues el castigo satisface el ansia de compensación, aunque no evita la repetición de la injuria. La concesión del perdón- moralmente tranquilizador- solo puede ser voluntaria.

Ante el arrepentimiento sincero e incluso sin él, el Dios cristiano ordena perdonar, pero según Amelia Valcárcel “¿Como pedir el perdón cristiano a quienes no lo tienen en sus registros morales?” Las religiones no cristianas no conocen ese imperativo.

Si la raíz del mal no se puede extirpar, es imposible proporcionar recetas universales para reconciliar a verdugos y víctimas. Todas las víctimas reclaman al menos remordimiento y castigo como un derecho, y algunas se plantean además perdonar como un deber, si bien ese perdón No puede justificar la agresión ni eximir del JUSTO CASTIGO. Otros agraviados deciden conceder el perdón para liberar su alma, “Perdónanos como perdonamos a quienes nos han ofendido”, vivir en paz, o crecer espiritualmente. El perdón no cambia el pasado pero puede mejorar el futuro, y como afirma Piaget “el perdón es un acto voluntario, propio de personas que han llegado a una elevada madurez”.

Pero justicia y perdón no contravienen el DERECHO A RECORDAR, en nombre de la memoria irrenunciable.

En resumen: para armonizar las relaciones humanas, se imponía redactar y consensuar un CÓDIGO UNIVERSAL, independiente de criterios culturales o religiosos. Las religiones subliman algunas normas (el respeto a la vida p.ej. comienza en el momento del nacimiento en ciertas culturas, y en el de la concepción en otras), y les atribuye una dimensión espiritual que TRASCIENDE lo terrenal, pero sus mandatos, son un obstáculo para el consenso UNIVERSAL. Siempre y cuando no se infrinja la ley, y dentro del respeto a las normas civiles consensuadas por la mayoría, se pueden y se deben aceptar actitudes y actuaciones diversas dentro del ámbito restringido a un colectivo.

Las personas religiosas priorizarán los preceptos de su credo sobre las leyes- No se divorciarán ni contraerán uniones homosexuales. Sus creencias están por encima de las normas, pero no pueden exigir obediencia a quienes no las comparten. Educación y respeto son fundamentales para asumir la alteridad. No es lo mismo tener una ley que PERMITE el aborto, que estar OBLIGADO a abortar por decreto como ocurre en algunos países orientales superpoblados.

No estamos facultados para decidir por otros, pero debemos abstenernos de emitir juicios de valor, y aceptar las diferencias, evitando las AGRESIONES y posteriores disculpas. Es mejor prevenir que remediar.

La Justicia es de obligada aplicación pues Todos ansiamos colmar la necesidad de equidad y equilibrio inherente a nuestra naturaleza. Es un asunto normativo. El perdón es potestativo. Se puede elegir concederlo para liberarse de la angustia y optar a un futuro mejor, pero todos tenemos el derecho de NO perdonar, si el recuerdo del agravio sigue siendo doloroso y sus consecuencias todavía perduran. Es una decisión Personal y Emocional.

Verónica Nehama es licenciada en Químicas y en Lengua Francesa, ex directora y profesora del colegio judío de Madrid Centro de Estudios Ibn Gabirol - Colegio Estrella Toledano, y escritora de "Las Turquesas Mágicas".
La conferencia ha sido impartida en la sección de Mitos, Religiones y Humanidades del Ateneo de Madrid, y en los martes del Consejo Español de Mujeres Israelitas.

 

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