15 oct 2013

Desafíos para la fe en las sociedades contemporáneas, por Isaac Querub

A continuación reproducimos las palabras de nuestro presidente  Isaac Querub en la inauguración del XXII Reunión del Comité Internacional de Enlace Judeo-Católico, el pasado domingo 13 de octubre:


Cardinal Koch, Chairman of the Holy See´s Commission,

Mrs Betty Ehrenberg, Chair of the International Jewish Committee for Interreligious Consultations,

Cardenal Rouco Varela, Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal de España,

Rabbi Moshe Bendahan, Presidente del Consejo Rabinico de España,

D. Angel Llorente, Director General de Cooperación Juridica Internacional y Cooperación con las Confesiones,

Presidente de la Comunidad Judia de Madrid,

Embajadores, Autoridades Religiosas, Directores, Señoras, Señores,


“En nuestro tiempo” -en expresión latina Nostra Aetate- fue el más breve de los documentos del Concilio Vaticano II. Muy esperado por los representantes de las distintas religiones, la Declaración Nostra Aetate no pretendió recoger todas las dimensiones de la visión católica sobre las religiones no cristianas ni sobre el judaísmo; su intención fue más bien subrayar algunos aspectos comunes que invitaban a la mutua colaboración.

El texto de la Nostra Aetate es actual, a pesar de que nos acercamos poco a poco a su cincuenta aniversario. El tiempo transcurrido desde que fuera aprobada por los padres conciliares en 1965 no lo ha envejecido. Es una concisa y honda declaración del rico patrimonio espiritual que constituye las raíces comunes entre el judaísmo y el cristianismo, imbuida de la afirmación fundamental de la Biblia sobre la naturaleza del hombre, que manifiesta que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Idea que implica no sólo el concepto de igualdad de los hombres como criaturas de Dios, y su corolario del rechazo a la discriminación entre los hombres y entre los pueblos (como es toda forma de antisemitismo), sino la convicción humanística central de que todo hombre lleva en sí mismo a toda la humanidad. Sobre la semejanza en su creación con Dios, al hombre le correspondería adquirir y practicar las principales cualidades que caracterizan a Dios: justicia y amor (rajamim en hebreo bíblico). Es en este punto en el que radica la esencia compartida de ambas religiones, que confluyen en la conclusión de la existencia de un Dios padre de la creación y la sacralidad de la vida humana.

Este núcleo común cimienta el solidísimo vínculo entre judaísmo y cristianismo, al que la Declaración Nostra Aetate se refirió como “un vínculo por el que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la estirpe de Abraham”. Evidenciando al mismo tiempo que la profunda fractura entre ambas religiones a lo largo de la historia, hasta el punto de llegar a una mutua incomprensión, ha estado caracterizada muy a menudo por una ignorancia mutua, y por ello, imponiendo el deber de una mejor comprensión recíproca y de una renovada estima mutua.

Finalmente, Nostra Aetate repudia oficialmente el error histórico del llamado deicidio: Nunca más se acusara a los judíos de la muerte de Cristo.

Este espíritu de comprensión recíproca y renovada estima lo hacemos nuestro las Comunidades Judías de España. Lo hemos hecho siempre que hemos podido. Quiero recordar aquí, por su cercanía en el tiempo, nuestro respaldo activo a las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede e Israel y la Jornada Mundial de la Juventud, que implicó la presencia en España de Su Santidad Benedicto XVI en 2011. También nuestra frecuente colaboración en iniciativas más cotidianas -junto con el Centro de Estudios Judeo-Cristianos- como la participación en actos de culto en diversas Parroquias, o en actos académicos impulsados por Universidades Católicas –como la de Ávila, o la de Murcia-, por citar sólo algunos ejemplos.

Pero además, los judíos –desde Jerusalén a Madrid pasando por Nueva York- nos rebelamos ante la persecución de las minorías cristianas en Pakistán, Egipto, Irak, Nigeria o Sudán. En respuesta al silencio del mundo ante ese oprobio son muchos los judíos del mundo entero que han alzado su voz –y hoy lo hago yo también aquí- en defensa de los derechos de esas minorías cristianas. Porque los judíos sabemos muy bien que el pecado del silencio es un delito de omisión ante los actos de opresión o asesinato. Y no queremos ser indiferentes ante el sufrimiento de los cristianos ni de nadie.

Sabemos muy bien que la Iglesia ha tenido también gestos de proximidad al mundo judío. No me corresponde a mí mencionar los hitos pasados de esa relación judeo-cristiana. Pero sí quiero destacar la creación en 1972, por el entonces Arzobispo de Madrid Monseñor Tarancón, del Centro de Estudios Judeo–Cristiano. Y los signos –enormemente representativos- de Sus Santidades Juan Pablo II y Benedicto XVI, con sus declaraciones, y visitas a las Sinagogas de Roma, Colonia y Nueva York o sus viajes al Estado de Israel y oraciones en el Muro occidental de Jerusalén o Yad Vashem. 
Son signos que se han producido en un pasado reciente, y que apuntan hacia esa idea de una mejor comprensión recíproca y una renovada estima mutua. Signos que hago votos para que continúen en el futuro con mayor ímpetu, gracias al nuevo impulso del Papa Francisco.

Eminencias, Rabbí, Presidenta, Señoras, Señores,

Judaísmo y cristianismo, con plena conciencia de los vínculos que las unen, quieren ser reconocidas y respetadas por su propia identidad, fuera de todo sincretismo y de toda apropiación equívoca. No estoy, por lo tanto, hablando de negar nuestra esencia, ni siquiera de caer en la imprecisión, mucho menos en la mediocridad en materia doctrinal, que causarían grave daño al diálogo judeo-cristiano.

Estoy hablando de sumar, a través de la concreción de nuestra voluntad, dirigida al aprecio mutuo y enterrar definitivamente la enseñanza del desprecio.

Nuestros retos son comunes. Nuestras convicciones son comunes. ¿Por qué nuestra acción no debería serlo? Hagamos que nuestras acciones sean comunes. Esto es, trabajemos juntos.
  
Trabajemos juntos destacando nuestro patrimonio espiritual común.
  
Eminencia, Cardenal Rouco Varela, nuestra Sinagoga está abierta. Nada nos satisfaría más que vuestra presencia en nuestro lugar sagrado de oración, donde se guarda la Torá, que es sagrada escritura para judíos y cristianos. Nuestro templo se abre a su presencia, a su oración, y a sus palabras, para dirigirse a judíos y cristianos desde ese púlpito. No reivindicamos la contabilidad de los errores del Tribunal de la Santa Inquisición ni tan siquiera aquellos de la Expulsión sino – parafraseando a SM el Rey Juan Carlos- proyectar y analizar el pasado en función de nuestro futuro.

Trabajemos juntos en cuestiones de patrimonio material, tan emblemáticas, tan visuales, tan permanentes. Cuestiones que representaron en el pasado la intransigencia , el rechazo, el expolio, y que de la misma manera deben representar hoy, el encuentro -o mejor- el reencuentro. En este sentido, es especialmente emblemático, y responde al simbolismo que mencionaba, el edificio de la Sinagoga conocida como Santa María la Blanca, que fue construido por la iniciativa y con los medios de la aljama judía de Toledo y que, después de dos siglos de culto judío, fue incautado por la Iglesia Católica, tras las persecuciones y asesinatos de judíos en 1391. No obstante, nunca llegó a ser Parroquia. Se encuentra desacralizada desde 1791, y desde entonces su titularidad ha experimentado diversas vicisitudes jurídicas. El uso que se da actualmente al monumento es insuficiente para la riqueza que alberga y no se conocen proyectos de futuro. ¿Qué mayor acto de generosidad y reconciliación que la devolución de la Sinagoga Mayor de Toledo al Pueblo judío y en particular a la Comunidad judia de España como símbolo del reencuentro entre Cristianos y Judíos?

Trabajemos juntos en materia educativa. La importancia de una enseñanza precisa, objetiva y rigurosamente exacta acerca del judaísmo se deduce también del peligro de un antisemitismo siempre a punto de reaparecer bajo rostros diferentes. El siglo XX fue testigo de una tragedia indecible que no puede ser jamás olvidada: la tentativa del régimen nazi de exterminar al pueblo judío. Esto fue la Shoá. Un hecho que nos atañe todavía hoy y que nos exige, como se señala en el documento “Nosotros recordamos”, de la Comisión de la Santa Sede para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, “una reflexión sobre el imperativo moral para hacer todo lo posible para que el egoísmo y el odio nunca más puedan crecer hasta el punto de diseminar sufrimientos y muerte”. 
             
Sobre estas convicciones, las Comunidades Judías de España se comprometen a la misión de promover el conocimiento y el respeto mutuo, incluido el diálogo judeo-cristiano. Pero solos no podemos hacerlo. Es necesario pues, impulsar un diálogo que parta del deseo mutuo de conocer más a fondo las riquezas de la propia tradición, y que tenga como condición el respeto al interlocutor tal como es y, sobre todo, el respeto a su fe, a su identidad y a sus convicciones religiosas. En España, la Iglesia debería ayudarnos a erradicar los prejuicios antijudíos del pasado desmintiendo falacias o falsos mitos.
  
Juan Pablo II visitó la sinagoga romana en 1986, convirtiéndose en el primer Papa -después de San Pedro- que lo hacía. Y Benedicto XVI, al día siguiente de ser elegido Papa, manifestó el interés por el diálogo y la colaboración “con los hijos y las hijas del pueblo judío”, dando con ello continuidad a una línea de pensamiento en perfecta sintonía con su predecesor. La presencia de Benedicto XVI en las sinagogas Colonia (2005), Nueva York (2008), y Roma (2010), confirmaría su primera declaración.

Y es ahora el Papa Francisco quien sigue la estela dejada en materia de relaciones judeo-cristianas por sus predecesores. De manera elocuente el Papa Francisco ha exteriorizado su cercanía y amor al pueblo judío, por escrito –incluso antes de ser nombrado Papa- y de palabra. Son muchas sus manifestaciones sobre el diálogo judeo-cristiano, pero he querido recordar la que dirigió al Comité Judío Interreligioso, copatrocinador de este encuentro junto con la Comisión Pontificia, cuando fue recibido en audiencia por Su Santidad Francisco el pasado mes de junio:
  
A lo largo de mi ministerio como arzobispo de Buenos Aires he tenido la alegría de mantener relaciones de sincera amistad con algunos exponentes del mundo judío. A menudo hemos conversado acerca de nuestra respectiva identidad religiosa, la imagen del hombre contenida en las Escrituras, las modalidades para mantener vivo el sentido de Dios en un mundo en muchos aspectos secularizado. Me he confrontado con ellos en varias ocasiones sobre los desafíos comunes que aguardan a judíos y cristianos. Pero sobre todo, como amigos, hemos saboreado el uno la presencia del otro, nos hemos enriquecido recíprocamente en el encuentro y en el diálogo, con una actitud de acogida mutua, y ello nos ha ayudado a crecer como hombres y como creyentes”.

Estas palabras del Papa Francisco recogen el mismo espíritu de las que dirigió Juan Pablo II al Rabino Jefe de Roma con motivo de su visita a la Sinagoga, recordando el Salmo que compuso el Rey David: Hinné má tov umá naím / shévet ajim gam yajad! (¡ qué dulzura y qué delicia es ver convivir a los hermanos unidos!).                                


Muchas gracias.

 

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